En redes y enredos
Estamos sometidos, participamos de una suerte de extorsión por usar lo multimedia, y así aceptamos implícitamente el riesgo de ser chantajeados, estafados, o vigilados -sin orden judicial-, incluso de ser suplantados.
Alberto Barciela *
Estoy serenamente confuso. No quiero esconder mi enfado entre tanto exceso de informaciones -es un decir-, que intuitivamente considero falsas, construidas con perversas fines, incontrastables, fecundas en desgracias, intencionales. Denoto propósitos maniqueos y alguna que otra acción comprensible, incluso justificable, pero casi todo cuanto recibo a través de redes sociales -no lo que busco en cabeceras digitales contrastadas- me resulta molesto. Afirmo con rotundidad que en su generalidad no es más que pura bazofia: excreciones políticas, estafas o propuestas comerciales, egos e idiocias. Hay excepciones, pero sé que he de buscar firmas profesionales, fuentes fiables y evitar la tentación de clicar espontáneamente sobre cualquier titular confuso, curioso o atractivo.
No soy inocente, yo mismo contribuyo al enredo en el que hemos caído. Con frecuencia paso a enriquecer ese mundo de galimatías sin remedio, intentando hacer trascender mis reflexiones por cauces como Facebook, Instagram o Twitter, si bien prefiero Whatsapp -medio que me permite una comunicación directa y replicable-. Confieso restringirme, auntolimitarme, censurar mis ambiciones y someter a criterios educados en mis aportaciones, pero ahí sigo.
No sé ustedes, pero yo me confieso saturado. Tengo sentido del humor, pero no me interesan los chistes fáciles, ni las ocurrencias ocasionales, ni la mayoría de los photoshop, ni los “buenos días” y las “buenas noches” que me llegan por centenares. Si algo me concierne, preocupa, inquieta o atrae, selecciono y busco en las múltiples herramientas que existen, y punto.
Ahora, me preocupa la inteligencia artificial, que fomenta el conocimiento de los comportamientos individuales y los utilizan como arma ofensiva impiadosa. Estamos sometidos, participamos de una suerte de extorsión por usar lo multimedia, y así aceptamos implícitamente el riesgo de ser chantajeados, estafados, o vigilados -sin orden judicial-, incluso de ser suplantados. Podemos ser víctimas de los ordenadores, manejados por esbirros de Corea del Norte o del Sur, por una mafia o por un terrorista, por la banca, un vecino perverso o ansioso, un pariente cabreado, o cualquiera que tenga acceso legal o ilegal a bases de datos.
Pese a todo, las redes nos hacen creer que somos alguien. Se lo diré: somos víctimas, contribuyentes y pagadores, también gozadores de muchas ventajas teóricas. Ahora, tenemos menos dinero y libertad, más acceso a la teórica información y disfrutamos de menos verdad, más riesgos y menos tiempo.
Les contaré una anécdota de hace años. Cuando en mi inocencia buscaba seguidores en las redes, se me ocurrió clicar en la página de un afamado cocinero amigo, que a su vez era seguido por otros muchos amantes de la restauración internacional. Terminé perseguido por cientos de chefs hindúes que, en distintos idiomas, condimentaron durante años con sus contenidos especiados mi teléfono. He tardado un lustro en deshacerme de tan abundante menú, indigesto por demás. Hoy me acosan otros muchos, menos razonables y aún menos digeribles en sus propuestas.
Vivo enredado, lo sé, pero ya no conozco manera de desenmarañarme de un hilo que me une al nuevo mundo. No soy inocente, ni entiendo muchas cosas, pero activo el teléfono cada día. Sigo atento y confundido en mi propia realidad mientras espero mi billete a Marte.
*Periodista
El juego del calamar