“True crime”: La línea roja es el respeto a la víctima
Las plataformas siguen haciendo caja a partir del true crime. Y en España es claramente una tendencia
Ana Sánchez de la Nieta
(Aceprensa)
En las últimas semanas, El caso Asunta y El rey del cachopo han liderado los visionados en Netflix, mientras que Max, después de estrenar el capítulo cero de El caso Sancho, ha anunciado el estreno de cuatro documentales sobre casos criminales en los próximos dos meses. Del tirón comercial pocos dudan, pero el auge de este fenómeno también ha disparado las alarmas y cada vez son más los que se preguntan dónde están las líneas rojas de estas producciones.
No hay nada como enumerar para poner en contexto la importancia de un fenómeno.
1) Netflix estrenó el pasado 26 de abril El caso Asunta, sobre el asesinato de una niña china por el que fueron acusados sus padres adoptivos. La serie consiguió casi cinco millones de visionados en los tres primeros días.
2) La misma plataforma, dos semanas después, estrenó El rey del cachopo, otra serie, en este caso documental, centrada en el asesinato de Heidi Paz. El acusado y protagonista de la docuserie es César Román, expareja de Heidi y un exitoso y mediático empresario conocido en el mundo de la restauración como “el rey del cachopo”. El éxito de visionados se repitió.
3) Unas semanas antes, el 9 de abril, Max sorprendía al emitir el capítulo cero de El caso Sancho, una larga entrevista al actor Rodolfo Sancho sobre el juicio a su hijo Daniel por el asesinato en Tailandia del médico colombiano Edwin Arrieta. Se publicó esos días que el famoso actor habría cobrado 150.000 euros por su participación en la docuserie. Un dinero que, como él mismo reconoció, necesitaba para pagar la defensa de su hijo.
4) Mientras los espectadores seguían engrosando horas de consumo, otro true crime saltaba a los titulares. Rosa Peral, una de las condenadas por el llamado crimen de la guardia urbana, ganaba su primera batalla legal frente a Netflix por la serie El cuerpo en llamas, basada en su caso. Peral había llegado a pedir que la serie no se emitiera por vulnerar su derecho al honor, al presentarla como una mujer fatal. Un primer juzgado desestimó la demanda, pero ahora la Audiencia de Barcelona le ha obligado a aceptarla. Este caso es curioso, porque, coincidiendo con el estreno de la serie, Netflix emitió también un documental –Las cartas de Rosa– donde Peral daba su versión y defendía su inocencia. Es decir, en la misma plataforma, el espectador podía encontrar dos producciones en sentido contrario: la serie inculpaba a Rosa Peral y el documental la exculpaba. Tras la decisión de la Audiencia de Barcelona, la serie puede desaparecer de la plataforma… mientras el documental se queda.
5) Max acaba de anunciar el estreno de cuatro producciones de true crime sobre sendos casos españoles muy mediáticos en los próximos dos meses: La mano en el fuego, El hombre sin corazón, El último día y Publio, el secuestro infinito.
Con la infancia no se juega
En este caldo de cultivo, la súplica, entre lágrimas, hace dos semanas, de la madre del Pescaíto para que no se hiciera una serie sobre su hijo, ha hecho saltar las alarmas. Patricia Ramírez, madre del pequeño Gabriel Cruz, asesinado en Almería en 2018, denunciaba que la asesina confesa, Ana Julia Quezada, estaba grabando desde la cárcel una serie que lo único que haría sería reabrir el profundo dolor de la familia del niño. La denuncia terminó con el traslado de la presa a una celda de aislamiento y levantó un potente debate en la opinión pública.
También los acusados y los criminales condenados tienen libertad de expresión y derecho al honor
Una opinión pública que, por otra parte, se ha acostumbrado a ver en el true crime la intervención de acusados. Y es que, por mucho que pueda sorprender a priori ver a personas condenadas protagonizando documentales desde la cárcel, “no hay problema en este tipo de grabaciones siempre y cuando no alteren la vida de los internos y no vulneren la seguridad del centro”, señala la abogada Clara Casero. De hecho, la decisión de trasladar a Quezada vino precisamente por la tensión que ocasionó la noticia en la cárcel de Brieva donde cumple condena. Tanto en el caso de Las cartas de Rosa Peral como en el de El rey del cachopo, las grabaciones realizadas a los condenados pueden enmarcarse dentro de la libertad de expresión de los presos, que tienen derecho a defenderse y a aportar datos o explicaciones a la opinión pública.
Al final, algunos de estos límites tienen que ver con derechos o libertades que colisionan y que hay que proteger. Nadie duda de la libertad de expresión y de creación artística que asiste a directores, guionistas y productores de una serie, pero no son los únicos derechos en juego. “Cualquier true crime tiene que velar por que se respeten los derechos fundamentales –afirma Casero–. Por ejemplo, el derecho al honor: no pueden difundir información que, de manera injusta, dañe la reputación de la persona. Esto incluye, por supuesto, que no pueden acusar de ningún hecho que no haya sido probado. Y tampoco podrían, por ejemplo, hacer descripciones sensacionalistas o presentar a alguien de manera negativa sin base legal”.
Otro de los bienes que hay que proteger es el derecho a la intimidad, para no revelar detalles privados de la vida personal y familiar que no son de interés público. En el caso concreto, por ejemplo, de la serie sobre Rosa Peral, Casero piensa que aparecen muchos datos personales y que “efectivamente, se puede acreditar un daño. Porque una cosa es el interés público y otra, los datos personales que aparecen, que además no están contrastados”.
En relación con esto, algunos han recordado que también los criminales condenados tienen derecho al honor, y así se entiende la reciente sentencia del Tribunal Supremo español contra un medio de comunicación que escarbaba en un crimen cometido hace treinta años sin el consentimiento del acusado, que había cumplido la condena y se había reinsertado en la sociedad.
La batalla de la madre del Pescaíto
En cuanto a la representación de los acontecimientos, es importante tener en cuenta el derecho a la propia imagen, que prohíbe representar a personas sin su consentimiento, sobre todo si se puede causar algún daño, y la necesidad de proteger a las víctimas, evitándoles una exposición innecesaria y dolorosa. “Se puede narrar un crimen –afirma Casero–, pero no tendría sentido recrearse en las escenas más violentas, o usar testimonios que pueden crear un trauma, o revictimizar a las víctimas. Hay que protegerlas para que no tengan que volver a vivir lo que ya sufrieron”.
Es precisamente lo que alega Patricia Ramírez, que, en declaraciones al diario El País, señalaba: “Lo nuestro no es una serie, no es una ficción, no somos actores y cada vez que alguien vuelve a sacar el tema y con malas artes, lo único que consigue es que lo revivamos, que retrocedamos y que no podamos mirar hacia delante”. En otra larga entrevista, concedida a La voz de Almería, Ramírez afirmaba que el peligro de estas producciones es que ponen el foco en el asesino y no en las víctimas, e insistía en que va a dar la batalla hasta el final para que no salga adelante la serie.
“La historia necesita ser contada de modo que cumpla su función usando un criterio de sobriedad, adhiriéndose a los hechos, y tratando con respeto a las víctimas” (Mónica Codina)
En cuanto al recorrido legal de esta batalla, Casero explica que le asiste la especial protección a los menores: “No se puede incluir información, ni imágenes, ni detalles en los que haya menores involucrados y, en principio, tendrían que pedir la autorización o el consentimiento de los familiares. Por eso, en este caso, los padres pueden intentar frenar el rodaje. Tendrían que alegar que hay algunos derechos que se están vulnerando, pero tienen más posibilidades de ganar porque la víctima es un menor”.
El termómetro ético
En cualquier caso, y al margen de las disquisiciones legales, el boom del true crime merece también una reflexión ética. Mónica Codina, profesora de Ética y Deontología de la Comunicación de la Universidad de Navarra, señala que, para juzgar la ética profesional de estas producciones, lo primero es valorar el motivo por el que se quiere contar la historia. “Cuando la finalidad es lucrarse explotando a la audiencia a través de la recreación morbosa de un hecho reciente, los estándares éticos se desvanecen –afirma–. Fácilmente se hiere a las víctimas, se modifican los hechos acontecidos para causar un mayor impacto en el público, o se pueden establecer juicios paralelos”.
Si, por el contrario, el motivo es denunciar un problema social –por ejemplo, la violencia contra las mujeres o los niños– o recordar a una víctima, es importante que los productores se atengan también a una ética de la representación. “En estos casos –advierte Codina–, no basta que un productor o director desee recrear un crimen movido por una buena intención. La historia necesita ser contada de modo que cumpla su función usando un criterio de sobriedad, adhiriéndose a los hechos, y tratando con respeto a las víctimas”.
Al final, podría decirse que la clave para juzgar la dimensión ética de estas producciones es esa consideración para quienes sufrieron el crimen, que la mayoría de las veces tienen, además, familias afectadas. “La proximidad a los hechos siempre comporta una mayor dificultad ética –señala Codina–, ya que algunos de sus protagonistas siguen vivos. El respeto a las víctimas es central, porque la recreación puede abrir heridas que están tratando de cerrar”.
En definitiva, ni la buena acogida por parte del público, ni mucho menos el rédito económico, ni siquiera la noble intención de aportar luz sobre acontecimientos para que no vuelvan a suceder, debe impedir la reflexión y el debate ético y profesional alrededor de estas producciones, que no pueden olvidar la sensibilidad del material que están tratando.
La ficción es libre para abordar cualquier tema, pero tiene que ser también responsable para no obviar el dolor de las víctimas.
Imagen: Fotograma de “El caso Asunta (Operación Nenúfar)”, serie documental de 2017. // Bambú Producciones
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